Una mañana que perfilaba a ser como cualquier otra, descubrí que un fantasma se había mudado a mi departamento.
Iba entrando a mi habitación con la ropa que quité del tendero, cuando lo vi sentado, llorando en una esquina del cuarto. Al momento creí que se había metido un vago y solté la ropa para ir por la escoba para sacarlo a palos.
Le di con todas mis fuerzas, pero el corazón se me fue a la garganta cuando la escoba lo atravesó y él ni se inmutó.
Retrocedí lentamente sin darle la espalda y fui por mi teléfono. Llamé a medio mundo para pedir ayuda, pero nadie sabía qué recomendarme. Mis familiares y amigos más cercanos vinieron para ver qué se podía hacer, pero todos se iban después de decir algo como: "No, pues… sí está cañón".
Para el final del día estaba desesperado. ¿Cómo sacas algo que no puedes tocar? ¿Tendría que vivir con él para siempre? Quizás sería mejor vender el departamento.
Mi mejor amigo me ofreció quedarme unos días en su casa; necesitaba un sitio y un tiempo para tranquilizarme. Y quizás incluso el fantasma se fuera durante mi ausencia. Así que empaqué un par de mudas de ropa, mi cepillo de dientes y todo lo que estaba sobre mi buró; un peine, un globo de nieve y mi Riopan (que no podía faltar).Pasé unos días en un sillón ajeno, tratando de no pensar en todo este asunto, aunque en realidad nunca dejó mi mente. Cuando regresé, entré tratando de no hacer ruido, abrí lentamente la puerta de mi habitación y… ahí seguía el maldito, con lágrimas y todo. “Ahora resulta que los fantasmas no se entumen”, pensé con ironía y desagrado al encontrarlo exactamente en la misma posición de la primera vez.
Me quedé unos días en el sofá de la sala hasta que un día se me cayó el globo de nieve que estaba al lado del Riopan en el brazo del sofá. Por suerte no se rompió, pero lo que sí pasó fue que me di cuenta de que no podía continuar de esta manera, no podía permitir que un fantasma se adueñara de mi vida.
Esa noche me metí al cuarto despacito. Sin quitarle la vista de encima al fantasma, coloqué mis cosas sobre mi buró, me tomé la medicina para las agruras y me acosté lentamente. Cerré los ojos intentando ignorar todo a mi alrededor. De pronto escuché un sonido fantasmagórico que me hizo incorporarme sobre la cama: el fantasma sollozaba de la manera más lastimera posible. Me preocupó incluso que los vecinos me denunciaran por tener algún animal agonizando en mi departamento. Aún así yo no me pensaba ir, ya estaba cansado y mi espalda me dolía mucho de tanto dormir en sillones.
Los llantos no cesaron hasta la mañana siguiente cuando al fin pude dejar de apretar la almohada contra mis oídos. Suspiré mientras veía ese mismo techo ante el cual había despertado por años, en esa misma cama que ahora me parecía ingratamente espaciosa cuando de pronto el fantasma se levantó y salió de la habitación atravesando una pared. Salté de la cama del susto y respiré hondo.
—Al fin… se fue… ¡AHHHH!
Y en eso el fantasma regresó atravesando la misma pared.
Traía con él una telaraña que colgó sobre su rinconcito de mi habitación y se sentó de nuevo para volver a llorar.
Esto se repitió todos los días. Comenzó a colgar telarañas por todas partes. Puso muchas en la sala, en el baño y por supuesto en la habitación. Luego, cuando ya no cabían en las paredes, puso en la cafetera, en el horno y hasta en el refri. Pensé que al menos ya tenía decoración para el día de muertos. Con el departamento cubierto de telarañas, el fantasma comenzó a caminar por mi hogar desordenándolo. Agarraba una taza, una cobija, una bolsa, lo que fuera y las aventaba en un montón que se formó en su rincón. Ya me había cansado de tratar de detenerlo, así que intenté ignorarlo hasta que un día se atrevió a tomar el globo de nieve de mi buró.
—¡Déjalo! ¡Ese sí que no!
Salté sobre él para recuperarlo, pero el fantasma flotaba por el techo. Le grité desesperado hasta que todo el enojo y la tristeza se desbordaron por mis ojos. Mis piernas cedieron y, sentado en el suelo, lloré.
—Lo vas a romper. Es lo único que me queda de ella. Si lo rompes no tendré nada. Nada para recordarla en las noches cuando me voy a dormir, ni en las mañanas cuando despierto.
Sentí en mi cuerpo un apretón. Era el fantasma que me abrazaba y lloraba conmigo.
Juntos pusimos el globo de nieve en su lugar. Desperté la mañana siguiente y me sentía un poco mejor. Abracé la almohada que estaba a mi lado, traté de captar el aroma de mi esposa, aunque sabía que hace tiempo ese, y otros gestos, ya no tenían sentido. Me levanté y comencé a retirar las telarañas que se habían acumulado en la habitación. Al limpiar mi buró y contemplar el globo de nieve no pude evitar pensar que seguro ella estaría orgullosa de mí.
—Un pasito a la vez. No te voy a dejar de extrañar nunca. Pero voy a vivir un pasito a la vez.
Taller “El mar” 8 metáforas marinas para narrar
Comments