Se dio cuenta de que las cosas no saldrían conforme a lo planeado. Su obsesión por conservar todo bajo control se vio nuevamente interrumpida por el retraso de su mejor amigo. Para José Antonio era una verdadera maldición que las cosas no salieran como él las esperaba. A sus cuarenta y cinco años, su obsesión de control se había acentuado, convirtiendo la frustración en un estado emocional constante que, más bien, ya parecía su modo de existir.
La llamada entró a las 14:50. Su amigo se disculpó explicándole:
—No podré llegar a tiempo, wey. Se me acaba de ponchar la llanta y me di cuenta de que no traigo refacción. Lo lamento mucho. Dame un rato, seguro lo soluciono. Aunque sea un poco más tarde, pero llego.
José Antonio respiró hondo antes de contestar. Sabía que Roberto siempre encontraba la manera de calmarlo, incluso a distancia. Su voz relajada tenía el extraño poder de hacer que todo pareciera menos grave.
—No te preocupes, Robert. Yo te espero. Y si finalmente no llegas, no hay problema.
—No, hombre, claro que llego. Sé que necesitas hablar. Dame chance.
Roberto, en muchos sentidos, era lo opuesto a José Antonio. Era muy bueno para dejar fluir la vida y, al mismo tiempo, calcular cuidadosamente sus respuestas a los acontecimientos. Parecía que podía medir con una cinta métrica las oportunidades que los reveses de la vida le ponían por delante y así sacar lo mejor de cada momento.
A José Antonio le urgía hablar con su amigo. Estaba desesperado. El dinero escaseaba, no tenía trabajo y los gastos de la familia no hacían más que subir. Ya les debía a las tarjetas de crédito montos exorbitantes. Sentía que su vida entera había sido objeto de una maldición de la que no podía librarse. Para colmo, el señor del valet parking del restaurante en Roma Sur donde se reuniría con su amigo le dijo:
—Son cien pesos, patrón.
Le dolió en lo más profundo de su cartera dar ese billete.
Después de unos minutos de deliberación, decidió no entrar al restaurante de inmediato. La ansiedad que sentía lo empujó a caminar por la avenida Álvaro Obregón. José Antonio amaba recorrerla a pie, siguiendo el antiguo camellón que la dividía. El tráfico en esa zona siempre había sido una maldición, pero la zona había adquirido un sabor entre bohemio, hipster y fresa, poblado de novedosos bares y restaurantes.
A pesar de sus banquetas irregulares, su olor pestilente y su caos, la popular avenida siempre le había parecido, paradójicamente, insalubre y al mismo tiempo profundamente hermosa. Tenía un porte único, pero, sobre todo, poseía una carga de recuerdos entrañables.
En la esquina de Orizaba y Álvaro Obregón se alzaba el viejo edificio donde había vivido. Su kínder estaba casi enfrente. Allí vivió con su madre en casa de su tía Chelo, quien los había acogido como arrimados tras el fracaso amoroso entre su padre y su madre.
Dicen que el muerto y el arrimado a los tres días apestan, pero José Antonio nunca sintió ser una carga, solo tenía buenos recuerdos de su tía: siempre enérgica, trabajando en su máquina de coser con su cinta métrica colgando del cuello. Pero, sobre todo, siempre amorosa. Caminó por el camellón y, justo frente al edificio, sintió un inesperado nudo en la garganta. Un mar de lágrimas recorrió su cara mientras miraba hacia el balcón del tercer piso desde donde, de niño, se asomaba.
La tía Chelo tenía dos dones muy particulares: era excelente en la costura y podía hacer predicciones para todos. Según José Antonio, siempre se cumplían. Cuando le hablaba a él o a sus primos y decía "Te vas a caer", se caían. Si decía "Te vas a quemar", se quemaban. La tía Chelo no solo les hablaba así a los niños. Recordaba que a su madre le había dicho: "Te va a engañar, te va a mentir, no va a volver". Todo lo que decía la tía era una especie de maldición que se cumplía. Era una persona amada y querida por su bondadoso corazón, pero temida por sus predicciones.
José Antonio bajó la mirada y observó la entrada del edificio. Allí vio a su tía con su sonrisa gigante, su abundante cabellera y su cinta métrica colgando del cuello. La mirada de la tía lo atravesó y pudo leer en sus labios las palabras: "Todo va a estar bien". Su cuerpo se relajó. Una nueva predicción lo había alcanzado, una nueva maldición que, más bien, le sabía a bendición. Había sido una visión tan clara y tan real que, por un momento, se preguntó si las maldiciones de la tía no eran otra cosa que pequeñas bendiciones disfrazadas. Quizá las maldiciones nunca existieron y siempre fueron su forma de prepararlo para la vida.
La última vez que vio a su tía fue en el hospital de cancerología hace más de diez años. La recordaba sin pelo, con una pequeña bata que le quedaba enorme en su cuerpo consumido por la enfermedad. La bondad de la tía no conoció límites en vida, durante su muerte y aún después de la misma. José Antonio recordaba que al salir del hospital, después de darle el último adiós, se sentía lleno de gratitud por haber vivido tan cerca de ella. Las palabras que le dijo antes de morir lo reconfortaron. Pero incluso después de diez años de haber partido, ella había regresado para consolarlo con una de sus "maldiciones".
El teléfono de José Antonio sonó. Era su amigo: ya iba de camino al restaurante. Colgó, volvió a mirar hacia la entrada del edificio que alguna vez fue su hogar. Ya no había nadie.
Cuando llegó al restaurante, Roberto ya estaba ahí, como siempre, con una sonrisa despreocupada y un caballito de tequila esperándolo en la mesa.
—¿Cómo estás? ¿Cómo van las cosas, wey? —preguntó mientras lo abrazaba con fuerza.
José Antonio se dejó envolver por ese abrazo. Era el tipo de gesto que lo hacía sentir que, pasara lo que pasara, no estaba solo. Roberto no solo era su amigo; era su ancla, el recordatorio de que las cosas podían ser más simples si aprendía a dejarlas fluir.
Se sentó y tomó el caballito de tequila que su amigo le había ordenado. Levantó la mirada y dijo con una confianza que no sabía que aún tenía:
—Todo va a estar bien.
Roberto asintió y levantó su propio caballito.
—¡Salud por eso, hermano!
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